En estas imágenes, el corazón deja de ser un órgano y se convierte en un cosmos secreto. Sus cavidades se transforman en galaxias espirales, con anillos de luz y sombras que orbitan silenciosas. Allí, los eosinófilos son estrellas incandescentes, millones de pequeñas luces liberando su furia, como supernovas que estallan y liberan toxinas en un espacio oscuro y profundo. La inflamación crea nebulosas color púrpura y dorado, recordando el velo etéreo de Orión o la inmensidad de Carina, donde las partículas se reúnen en un ballet caótico de creación y destrucción.
La miocarditis eosinofílica es ese misterio: un enjambre estelar que invade el miocardio con la fuerza de un cúmulo globular colapsando. Sus proteínas tóxicas, como polvo cósmico, erosionan fibras, debilitan muros, moldean fibrosis como si esculpieran cráteres lunares en cada segmento cardíaco. Sin embargo, en esta tormenta peligrosa habita también belleza: un espectáculo galáctico atrapado en la carne, un recuerdo de que cada célula inflamatoria brilla por un segundo, como una estrella fugaz, antes de consumirse.
El corazón, entonces, no es solo músculo, sino un universo íntimo, donde la miocarditis eosinofílica revela su luz estelar y su sombra infinita.